Segundo Domingo de Pentecostés

Dios, Nuestro Señor, nos ama, nos aprecia, nos honra, y dispone una cena para nosotros, es decir, nos considera amigos, a los cuales prepara alegrías y consuelos; somos sus hijos, y nos trata con confianza; nos hace sentar a su mesa y nos alimenta con su pan espiritual.

Debemos alegrarnos de estas relaciones tan dulces y honrosas para con nosotros; con sumo gusto debemos tratar y comunicar con Dios, como quien participa en una gran cena.

Hemos de considerar deber nuestro el pertenecerle con todo el corazón, con toda el alma.

Ahora bien, como en la parábola, muchos, cada vez más, hoy por hoy casi todos, rechazan la invitación presentando excusas…

Tres fueron los pretextos que se exhibieron para no asistir.

En la granja comprada se da a conocer el dominio; por eso, el primer castigado es el vicio de la soberbia.

Así, pues, se prescribe al varón de la santa milicia que menosprecie los bienes de la tierra. Porque el que, atendiendo a cosas de poco mérito, compra posesiones terrenas, no puede alcanzar el Reino del Cielo. Por eso dice el Señor: Vende todo lo que tienes y sígueme.

Las cinco yuntas de bueyes representan los cinco sentidos corporales. Se llaman yuntas de bueyes porque, por medio de estos sentidos carnales, se buscan todas las cosas terrenas; y porque los bueyes están inclinados hacia la tierra. Y los hombres que no tienen fe, entregados a las cosas de la tierra, no quieren aceptar, y menos creer, otra cosa sino aquellas que perciben por cualquiera de estos cinco sentidos corporales.

Y como los sentidos corporales no pueden comprender las cosas interiores y sólo conocen las exteriores, puede muy bien entenderse por ellos la curiosidad, que sólo se ocupa de verlo todo por el exterior.

El que ha tomado mujer se goza en la voluptuosidad de la carne, y en eso se ve la pasión carnal que estorba a muchos.

Aunque el matrimonio es bueno y ha sido establecido por la Divina Providencia para propagar la especie, muchos no buscan esta propagación, sino la satisfacción de sus voluptuosos deseos; y, por tanto, convierten una cosa justa en indebida e inmoral.

Se dieron por excusado; prefirieron las cosas materiales y desdeñaron las espirituales.

+++

Ahora bien, hay una diferencia entre las complacencias del cuerpo y las espirituales. Entre las delicias corporales y las espirituales hay, por lo común, este contraste:

– las corporales, antes de disfrutarlas o gozarlas, despiertan un ardiente deseo; mas, después de gustarlas ávidamente, no tardan, por su misma saciedad, en causar hastío.

– las espirituales, por el contrario, causan hastío mientras no se han gustado, parecen desagradables; mas después de gozarlas, se despierta el apetito de estas; y son tanto más apetecidas por el que las prueba, cuanto mayor es el apetito con que las gusta.

Hay, pues, una gran discrepancia entre los goces del mundo y los goces de la religión.

En los deleites mundanos, el deseo agrada, más la posesión desagrada; los religiosos, en cambio, apenas si se desean, mas su posesión es sumamente agradable.

Se ansían ardientemente los materiales antes de que se los posea, porque no se conoce todo su vacío y la impotencia que hay en ellos para hacernos felices; y después de haberlos obtenido con mucha solicitud y penas, traen el fastidio, porque la experiencia hace sentir su vanidad.

Lo contrario sucede con los goces de la religión: antes de gustarlos no se anhelan, porque no se han conocido sus encantos; pero, una vez que se los ha saboreado, que se ha sentido su excelencia y dulzura, se los solicita más vivamente, y cuanto más se degustan, más se los pretende, porque se conoce más su alto precio.

En los placeres carnales, el apetito engendra la saciedad, y la saciedad produce el hastío; pero en los espirituales, el apetito también engendra la saciedad, más la saciedad produce apetito.

Las delicias espirituales al saciar el alma fomentan su apetito, porque cuanto más se percibe el sabor de una cosa, tanto mejor se la conoce, por lo cual se la ama con mayor avidez; por esto, cuando no se han experimentado no pueden estimarse porque se desconoce su sabor.

¿Quién en efecto, puede amar lo que no conoce? He ahí por qué dice el Salmista: “Gustad y ved cuán suave es el Señor”. Como si dijera: No conoceréis su suavidad si no la gustáis; pero tocad con el paladar de vuestro corazón el alimento de vida, para que, experimentando su suavidad, seáis capaces de amarle.

Deja un comentario