Septuagésima

Como toda parábola, es una figura, un símbolo; porque del mismo modo que este propietario se había ligado por un compromiso con los obreros de la primera hora, así Dios se comprometió con su pueblo, el cual, a su vez, se ligó recíprocamente a la fidelidad y firmó su contrato con conocimiento de causa, a pesar de todas las inclemencias y todas las vicisitudes.

Ahora bien, el señor de esta vid, así como el Señor del universo, era absoluta y legalmente libre, no sólo de pagar el mismo salario a los obreros de la undécima hora, sino incluso darles el céntuplo… e incluso ofrecer gratuitamente un regalo a personas que no hubiesen trabajado, sin perjuicio de los que habían trabajado…

En efecto, se trata de sus bienes, sobre los cuales nadie tiene el derecho de control, y los cuales sólo Él tiene el derecho innegable de distribuir como lo desee y como bien le parezca.

La protesta de los obreros de la primera hora es, por lo tanto, manifiestamente ilegítima.

Si, en la práctica, tenían probablemente el deseo oculto de intentar recibir mayor paga (lo que sería codicia), en teoría y en principio sólo se inspiraban en el sentimiento de la envidia, que no desea tanto lo mejor para sí como el menor bien para el vecino… en fin, el mal por el mal…

Sin este sentimiento de envidia, los viñadores de la primera hora se habrían contentado con el salario convenido… Pero la envidia se inflama cuando sus compañeros son tratados tan generosamente…

La parte leal y noble de Israel rogó, sufrió, perseveró bajo los rayos ardientes de un sol de mediodía, como los obreros de la primera hora; observó el contrato de alianza que obligaba a las dos partes.

Y Dios cumplió todos sus compromisos: sensible a las súplicas constantes de este pueblo, el Señor le envía el Mesías, conforme a la imagen trazada en sus menores detalles por las predicciones de los Profetas.

Y fue en verdad su Mesías, nacido de su sangre, hablando su lengua, evangelizando solamente a sus hijos y eligiendo entre éstos a sus discípulos.

Una misión privilegiada correspondía a Israel, que, si lo hubiese querido, hubiese podido pasar a ser el primogénito del segundo nacimiento bautismal, el primero entre sus pares, en medio de las naciones…, como Lucifer, el Ángel Portador de la Luz, hubiese podido seguir siéndolo en el seno de amor divino.

Pero eso no era suficiente, ni para el uno ni para el otro… ¡Qué desgracia!

Pretendían limitar a sus personas la capacidad infinita del amor de Dios; confiscar hasta cierto punto su beneficio exclusivo, la totalidad de amor que creó y que llena el universo; hacer del Omnipotente una especie de deudor-esclavo, reclamando para sí, no sólo los favores prometidos, sino también su poder, su voluntad y hasta esta libertad de hacer el bien a su manera.

Por monstruosa que pueda parecer tal presunción, era esto exactamente lo que pretendía Israel…

Dios, como el propietario legítimo de la vid, no negaba a los obreros de la primera hora el salario prometido; al contrario, lo daba íntegramente, sin restarle nada. Pero se complacía, al mismo tiempo, en pagar la misma suma a los obreros de la tarde, como era su derecho, y nadie podía objetar o limitar su generosidad.

Dios no podía encontrar sino arrogante e insolente esta postura de los criados y criaturas que buscaban subvertir el orden, queriendo imponer a su Creador y Señor su voluntad y sus pretendidos derechos del hombre o del pueblo.

Israel tenía todas las gracias. Toda su historia es un largo milagro, jalonado de predicciones y prefiguraciones. Dios le prodigó sus favores…

Pero lo que Israel rendía como fruto, se apresuraba inmediatamente a ingresarlo en el gran libro de su contabilidad personal…

Esta actitud merecía un castigo. Pero debía ser tal que las promesas divinas fuesen cumplidas; es decir, no debía venir de Dios, sino tener su fuente en el mismo pecado, y ser su consecuencia.

Además, no debía tener el carácter de un destino inexorable, sino una prueba suprema, difícil, pero no imposible de superar.

Esta prueba, por el hecho de ser suprema y última, no podía ser sino una prueba de amor, puesto que el amor es la cosa última y suprema por excelencia. Consistía en que el amor se elevase más allá de su sombra y compañera aquí en la tierra: la envidia… Es decir, que el amor heroico y digno de Dios venciera al amor propio y terreno del hombre…

Ahora bien, la diferencia entre estos dos amores y, al mismo tiempo, de la raíz de la envidia, radica en compartir y dar… El amor humano, sin la ayuda de la gracia, no admite compartir. Las leyes del amor sobrenatural son diferentes, porque el Infinito puede compartirse sin disminuirse. Sin menguar, Él puede pertenecer a todos enteramente, perteneciendo al mismo tiempo enteramente a cada uno.

Esto es lo que sucedió en la crisis de Israel, pero en un grado infinitamente más agudo y más potente… porque el Infinito estaba en juego…

Era necesario superar este instinto natural del amor humano, para elevarlo al concepto del amor al prójimo que, según las palabras evangélicas, es semejante al amor de Dios. Lejos de contradecirlo o de disminuirlo por la división, el amor al prójimo eleva el amor humano y hace de él una misma cosa con el amor de Dios.

El fracaso de Israel fue lamentable… Y seguirá siendo un ejemplo espantoso para todos los tiempos de cuán miserable es el hombre cuando quiere jugar al acreedor y al comerciante con Dios, en vez de abandonarse humildemente a la misericordia divina en el sentimiento de su indignidad y en el de la indignidad de sus pretendidos méritos y créditos.

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