Por medio de la práctica de las virtudes cristianas y de los consejos evangélicos, a la par que disminuye en nosotros la vida natural, sube y se eleva la vida divina. Esto nos dispone para recibir cada vez más frecuentemente los dones del Espíritu Santo y poder sufrir nuestras cruces cómo Cristo las sufrió.
De tal suerte estaba Jesús hambriento de sufrimientos por nuestro amor, que no quiso perder un instante.
Desde su Encarnación, la muerte y los tormentos estaban tan claramente presentes al Alma de Nuestro Señor, cual si estuvieran presentes.