Sermón XV después de Pentecostés

Sermón XV domingo después de Pentecostés
El Apóstol comienza haciendo resaltar las tendencias opuestas de la carne y del espíritu, exhortando a los gálatas a que sigan las del espíritu.
Esa oposición es tan irreductible que nunca podremos obrar con pleno consentimiento de todo nuestro ser; pues, si queremos hacer el bien, la carne protesta; y, si queremos hacer el mal, protesta el espíritu.
San Pablo da por supuesto que, en esta lucha entre carne y espíritu, los cristianos se dejarán guiar por el Espíritu.
A continuación, el Apóstol, en expresivo contraste, presenta un catálogo de obras de la carne y de frutos del Espíritu.
Con la expresión “no heredarán el reino de Dios” hace una grave advertencia, con la que nos previene de falsas ilusiones respecto al negocio de la salvación. Y por esa razón nos intima: si vivimos del Espíritu, andemos también según el Espíritu, es decir, que sea también el Espíritu Santo el que nos impulse a obrar.
La última idea paulina, poniendo delante la perspectiva del juicio futuro, expresa: No os engañéis, Dios no se deja burlar; pues lo que el hombre sembrare, eso cosechará. El que siembra en su carne, de la carne cosechará corrupción; mas el que siembra en el Espíritu, del Espíritu cosechará vida eterna.
La admonición debe servir de sostén al cristiano en las duras luchas que continuamente habrá de soportar contra las tendencias egoístas de la carne, contrarias a las del Espíritu, contrarias a las de la caridad.
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Para ayudarnos en este combate espiritual, examinemos la enseñanza de San Francisco de Sales en su obra Tratado del amor de Dios, donde analiza cómo la voluntad gobierna las potencias del alma.
La voluntad gobierna la facultad de nuestro movimiento exterior como a un siervo esclavo; porque, si no hay fuera alguna cosa que lo impida, jamás deja de obedecer. Abrimos y cerramos la boca, movemos la lengua, las manos, los pies, los ojos y todas las partes del cuerpo que poseen la facultad de moverse, sin resistencia, a nuestro arbitrio y según nuestro querer.
Mas, en cuanto a nuestros sentidos, no podemos gobernarlos tan fácilmente, sino que es menester que empleemos en ello la industria y el arte. Es inútil mandar a los ojos que no vean, ni a los oídos que no escuchen, ni a las manos que no toquen, porque estas facultades carecen de inteligencia, y, por lo tanto, son incapaces de obedecer. Es necesario apartar los ojos o cerrarlos, si se quiere que no vean, y, con estos artificios, serán reducidos a lo que la voluntad desee.
La voluntad tiene dominio sobre la imaginación y la memoria; aunque no puede manejarlas ni gobernarlas de una manera tan absoluta como lo hace con las manos, los pies o la lengua, pues las facultades sensitivas no obedecen a la voluntad de una manera tan pronta e infalible; de suerte que, como exclama el Apóstol, yo hago no el bien que quiero, sino el mal que aborrezco.
¿De qué manera la voluntad gobierna el apetito sensual, las pasiones?
El apetito sensual es en verdad un súbdito rebelde, sedicioso e inquieto; es menester reconocer que no es posible destruirlo de manera que no se levante, acometa y asalte la razón; pero tiene la voluntad tanto poder sobre él que, si quiere, puede abatirle, desbaratar sus planes y rechazarle, no consintiendo a sus sugestiones.
No podemos impedir que la concupiscencia conciba pecados, pero sí que ella dé a luz el pecado. Sentir no es consentir.
El apetito sensual con sus movimientos, como por otros tantos capitanes amotinados, promueve la sedición en el hombre. Cuando turban el alma, se llaman perturbaciones; y en cuanto inquietan el cuerpo, se llaman pasiones.
Sobre toda esta turba de pasiones sensuales, la voluntad ejerce su imperio, rechazando sus sugestiones, resistiendo sus ataques, estorbando sus efectos, o, a lo menos, negándoles su consentimiento, sin el cual no pueden causarle daño.
Es más, gracias a esta negativa, quedan vencidas; y, a la larga, postradas, disminuidas, enflaquecidas y, si no del todo muertas, a lo menos amortiguadas o mortificadas.
Precisamente para ejercitar nuestra voluntad en la virtud y en la valentía espiritual, quedó en nuestra alma esta multitud de pasiones.
El gran Apóstol nos dice que tenemos en nuestro cuerpo una ley que repugna a la ley de nuestro espíritu.
Los cristianos, los ciudadanos de la sagrada ciudad de Dios, que viven según Dios, peregrinando por este mundo, temen, desean, se duelen y se regocijan. El mismo Rey y Soberano de esta ciudad, temió, deseó, se dolió y se alegró, hasta llorar, palidecer, temblar y sudar sangre, aunque en Él estos movimientos no fueron pasiones iguales a las nuestras, por cuanto no sentía ni padecía de parte de las mismas sino lo que quería y le parecía bien, y las gobernaba y manejaba a su arbitrio; cosa que no podemos hacer nosotros, los pecadores, que sentimos y padecemos estos movimientos de una manera desordenada, contra nuestra voluntad, con gran perjuicio del bienestar y gobierno de nuestras almas.
No hay menos movimientos en el apetito intelectual o racional, llamado voluntad, que en el apetito sensual o sensitivo; pero a aquéllos se les llama, ordinariamente, afectos, y a éstos se les llama pasiones.
¡Cuántas veces sentimos pasiones en el apetito sensual o en la concupiscencia, contrarios a los afectos que, al mismo tiempo, sentimos en el apetito racional o en la voluntad!
¡Cuántas veces temblamos de miedo entre los peligros a los cuales nuestra voluntad nos conduce y en los que nos obliga a permanecer!
¡Cuántas veces aborrecemos los gustos en los cuales nuestro apetito sensual se complace, y amamos los bienes espirituales, que tanto le desagradan!
En esto consiste precisamente la guerra que sentimos todos los días entre la carne y el espíritu, entre nuestro hombre exterior, que depende de los sentidos, y el hombre interior que depende de la razón.
Ahora bien, las pasiones y afectos son buenos o malos, viciosos o virtuosos, según que sea bueno o malo el amor del cual proceden.
Los ciudadanos de la ciudad de Dios, temen, desean, se duelen, se regocijan…; y, porque su amor es recto, lo son también todos sus afectos.
La doctrina cristiana sujeta el espíritu a Dios, para que Él lo guíe y asista; y sujeta al espíritu todas las pasiones, para que las refrene y modere, de suerte que queden todas ellas reducidas al servicio de la justicia y de la virtud.
La voluntad recta es el amor bueno; la voluntad mala es el amor malo, es decir, para expresarlo en pocas palabras, el amor de tal manera domina la voluntad que la vuelve según es él.
La voluntad no se mueve sino por sus afectos, entre los cuales, el amor, como el primer móvil y el primer sentimiento, pone en marcha todos los demás y produce todos los restantes movimientos del alma.
Mas, a pesar de todo, no se sigue de lo dicho que la voluntad no continúe siendo la reguladora de su amor, pues la voluntad no ama sino lo que quiere amar, y, entre muchos amores que se le ofrecen, puede elegir el que le parece bien; de lo contrario, no podría haber, en manera alguna amores mandados ni amores prohibidos.
La voluntad, que puede elegir el amor a su arbitrio, en cuanto se ha abrazado con uno, queda subordinada a él; mientras un amor viva en la voluntad, reina en ella, y ella queda sometida a los movimientos de aquél; mas, si este amor muere, podrá la voluntad tomar enseguida otro amor.
Hay, empero, en la voluntad, la libertad de poder desechar su amor cuando quiera, aplicando el entendimiento a los motivos que pueden causarle enfado y tomando la resolución de cambiar de objeto.
De esta manera, para que viva y reine en nosotros el amor de Dios, podemos amortiguar el amor propio; si no podemos aniquilarlo del todo, a lo menos lograremos debilitarlo, de suerte que, aunque viva en nosotros, no llegue a reinar.
Los afectos son más o menos nobles y espirituales, según que sean más o menos elevados sus objetos, y según que se hallen en un plano más o menos encumbrado de nuestro espíritu; porque:
— Hay afectos que proceden del razonamiento fundado en los datos que nos procura la experiencia de los sentidos. Se llaman afectos naturales, porque, ¿quién hay que no desee naturalmente la salud, lo necesario para comer y vestir, las dulces y agradables conversaciones?
— Hay afectos que se originan del estudio de las ciencias humanas. Se llaman afectos racionales, porque se apoyan en el conocimiento espiritual de la razón, por la cual nuestra voluntad es movida a buscar la tranquilidad del corazón, las virtudes morales, el verdadero honor, la contemplación filosófica de las verdades eternas.
— Otros afectos estriban en motivos de fe. Se llaman cristianos, porque nacen de la meditación de la doctrina de Nuestro Señor, que nos hace amar la pobreza voluntaria, la castidad perfecta, la gloria del Paraíso.
— Otros afectos, finalmente, nacen del simple sentimiento y conformidad del alma con la verdad y la voluntad divina. Se llaman divinos y sobrenaturales, porque es el mismo Dios quien los infunde en nuestras almas, y se refieren y tienden a Dios sin la intervención de discurso alguno ni de luz alguna natural.
Estos afectos sobrenaturales se reducen principalmente a tres:
— El amor del espíritu por las bellezas de los misterios de la fe.
— El amor a la utilidad de los bienes que se nos han prometido en la otra vida.
— El amor a la soberana bondad de la santísima y eterna Divinidad.
Además de las pasiones y de los afectos, es muy importante saber que en el alma hay, por decir así, dos porciones. Expliquemos un poco esto.
Si bien tenemos una sola alma, y ésta es indivisible; en ella, en cuanto es racional, advertimos claramente dos grados de perfección, que el gran San Agustín, y con él todos los doctores, ha llamado porciones del alma, una inferior y otra superior.
La inferior discurre y saca sus consecuencias según lo que percibe y experimenta por los sentidos.
La superior discurre y saca sus consecuencias según el conocimiento intelectual, que no se funda en la experiencia de los sentidos, sino en el discernimiento y en el juicio del espíritu.
Por esta causa, la parte superior se llama también comúnmente espíritu o parte mental del alma, y la inferior se llama ordinariamente sentido o sentimiento y razón humana.
Ahora bien, la parte superior puede discurrir según dos clases de luces:
— según la luz natural, como lo hacen todos los filósofos y todos los que discurren científicamente,
— según la luz sobrenatural, como lo hacen los teólogos y los cristianos, en cuanto fundan sus discursos sobre la fe y la palabra de Dios revelada; y todavía de una manera más particular aquellos cuyo espíritu es conducido por especiales ilustraciones, inspiraciones y mociones celestiales; por lo que la porción superior del alma es aquella por la cual nos adherimos y nos aplicamos a la obediencia de la ley eterna.
Comprobamos todos los días dos voluntades contrarias. Sin embargo, no se puede decir que en el hombre haya dos almas, sino que, atraída el alma por diversos incentivos y movida por diversas razones, parece que está dividida, mientras se siente movida hacia dos extremos opuestos, hasta que, resolviéndose, por el uso de su libertad, toma partido por el uno o por el otro; porque entonces la voluntad más poderosa vence, y se sobrepone, y sólo deja en el alma un resabio del malestar que esta lucha le ha causado, resabio que nosotros llamamos repugnancia.
Es admirable, en este punto, el ejemplo de Nuestro Salvador, que estuvo sujeto a las tristezas, a los pesares y a las aflicciones del corazón.
Rogó que pasase de Él el cáliz de su pasión; con lo que expresó manifiestamente el querer de la parte inferior de su alma, la cual, al discurrir sobre los tristes y angustiosos trances de su pasión, que le aguardaban, y cuya viva imagen se le representaba en su imaginación, sacó, como consecuencia muy razonable, el deseo de huir de ellos y de verlos alejados de sí, cosa que pidió al Padre.
De donde se desprende claramente que la parte inferior del alma no es lo mismo que el grado sensitivo de ella, y que la voluntad inferior no es lo mismo que el apetito sensible; porque ni el apetito sensible, ni el alma en su grado sensitivo, son capaces de hacer un ruego o una oración, que son actos de la facultad racional, y particularmente no son capaces de hablar a Dios, objeto que los sentidos no pueden alcanzar para darlos a conocer al apetito.
Pero el mismo Salvador, habiendo cumplido esa actividad de la parte inferior y dado testimonio de que, según las consideraciones de la misma, su voluntad se inclinaba a huir de los dolores y de las penas, dio pruebas de que poseía la parte superior, por la cual se adhería absolutamente a la voluntad eterna y a los decretos del Padre celestial y aceptaba voluntariamente la muerte, a pesar de la repugnancia de la parte inferior de la razón, y así dijo: Padre mío, que no se haya mi voluntad sino la tuya.
Cuando dice mi voluntad, se refiere a su voluntad según la parte inferior; y precisamente porque dice esto voluntariamente, demuestra que posee una voluntad superior.
Retomando la exhortación de San Pablo Caminad en el espíritu, hemos de caminar como hombres espirituales, debemos sembrar en el espíritu…
El que siembre en la carne, recogerá de la carne corrupción. La carne, los sentimientos carnales se parecen a un vasto y fecundo campo. El que siembre en este terreno, recogerá corrupción.
En cambio, el que siembra en el espíritu, recogerá del espíritu vida eterna. También el espíritu es un campo fecundo. ¡Dichosos los que siembren en este terreno!
Son obras sembradas en la carne todas las que realizamos por un interés o un móvil puramente natural y humano, aunque sea muy bueno y laudable. Son obras sembradas en la carne todas las que no realizamos impulsados por el amor de Dios y de Cristo.
Aunque, desde el punto de vista natural y humano, puedan ser dignas de aprecio, dichas obras carecerán, sin embargo, de todo valor para nuestra verdadera dicha, para nuestra eternidad. ¡Serán grandes pasos, pero dados fuera del verdadero camino!
El que siembre en el espíritu, recogerá del espíritu vida eterna. La vida eterna; he aquí el fruto incorruptible y eternamente precioso de la vida del espíritu, de la vida de fe, de la vida de la gracia, de la vida de unión con Dios y con Cristo.
He aquí también el fruto de todo lo hecho, lo aceptado y lo sufrido en el espíritu. Todo ello, por mínimo que sea, produce constantemente nueva vida eterna, una nueva eternidad.
¡Qué locos somos, si nos esforzarnos por sembrar en la carne!
¡Qué locos somos, si no nos esforzarnos con todo ahínco por sembrar siempre en el espíritu!

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