El matrimonio cristiano.

Mons. Tihamér Tóth

CAPÍTULO V CUALIDADES DEL BUEN CONSORTE

Los antiguos paganos pensaban que los dioses, cada vez que crean un corazón humano, lo parten en dos y colocan estas dos mitades en sendos cuerpos humanos. Como estas dos mitades de corazón tienen una misma naturaleza, se pertenecen, se anhelan mutuamente, y siempre se buscan, hasta que logran encontrarse. Y cuando esto ocurre, su felicidad queda colmada…

¡Qué parte de verdad encierra esta creencia! La elección del esposo o esposa es tarea ardua y misterio santo…; he ahí lo que pregona el sentir de los antiguos; realmente hay dos corazones que se buscan: el corazón del hombre busca el corazón de aquella mujer única que la divina Providencia creó para él. El tiempo del noviazgo —como dejé indicado en el capítulo anterior— tendría que servir principalmente para estudiar si existen o no en el otro las cualidades que son imprescindibles para hacer feliz el matrimonio, si tiene o no los requisitos necesarios para formar un buen matri- monio.

¿Cuáles son estas cualidades? Tal es la cuestión que propon- go en el presente capítulo. Desde luego, no voy a enumerarlas todas; por una parte, sería excesivamente prolijo el hacerlo, y, por la otra, hay cosas tan viejas y sabidas que sería enojoso repetirlas.

No trataré, por tanto, de las reglas de vida que la humanidad ha formulado a base de una experiencia de largas centurias, y que es prudente guardar aun hoy día. Por ejemplo, que no se junten en matrimonio parientes cercanos mientras sea posible; que el novio tenga unos años de edad más que la novia; que el hombre sea más culto que la mujer, para que ella, aun por este motivo, le mire con cierto respeto.

Ni voy a comentar el consejo que se daba a las muchachas de fijarse en el comportamiento del novio con su madre, a ver si la

trataba con amor tierno y cálido, porque así podrá ella hacerse una idea de cómo la tratará a ella cuando se casen…

Estos consejos antiguos y atinados abundan; vale la pena de tenerlos en cuenta. Pero ahora no vamos a detenernos en ellos.

Otros consejos quiero dar a los jóvenes; tres consejos, que no suelen oír con frecuencia.

¿Cuáles son estos consejos? ¿Cuáles son los tres requisitos que se necesitan en los buenos consortes?

I. El joven ha de ser serio y consciente de su responsabilidad. II. La joven ha de ser modesta y amante de la casa, y, final-

mente,
III. Ambos han de ser profundamente religiosos.

I

EL JOVEN HA DE SER SERIO Y CONSCIENTE DE SU RESPONSABILIDAD

¿Quién no es consciente de la decisiva importancia que tiene el asegurar en cuanto sea posible un matrimonio acertado?

Ciertamente, nadie puede leer con toda certeza en el alma de otro. No obstante, se ven indicios que permiten hacer conjeturas.

Indicio es en el hombre la honradez y el ser bueno en el traba- jo, con una conciencia seria del propio deber.

Si estas cualidades brillan en el novio, serán más halagüeños los pronósticos del matrimonio. Mas si le faltan…, entonces, ¡cui- dado, muchachas, no os fiéis de él!, ¡no se case ninguna de vosotras con tal hombre!

¡No repitáis las sandeces de otras muchachas!: «Me doy cuenta de lo frívolo que es mi novio, de lo superficial que es, pero ¿qué le vamos a hacer? Yo me caso con él porque le quiero locamente.»

Esta «locura» pasará pronto, y ¡qué horroroso es el repentino despertar de la embriaguez!

El matrimonio no es un ensayo. El matrimonio es una res- ponsabilidad tremenda. Este es el pensamiento que habría de destacarse con grandes letras. Porque la opinión corriente del hombre moderno es ésta: «El matrimonio es un asunto privado; los extraños no tienen que ver con él. El matrimonio es una etapa transitoria que termina cuando muere el amor. El matrimonio es para disfrutar de los goces sensuales… » Tales ideas son las que cunden hoy día.

Parece como si el hombre moderno no quisiera saber nada de su responsabilidad. De aquella tremenda responsabilidad que se deriva del matrimonio respecto del bienestar espiritual y corporal de la esposa y de sus futuros hijos.

Y, sin embargo, el joven que no tiene este concepto serio del matrimonio ni el sentimiento de su gran responsabilidad, unos me- ses después del casamiento hablará ya del matrimonio con despe- cho, con una mueca amarga en los labios: «¡Cuidado, amigos, sed prudentes; basta que haya caído yo en la trampa! No es lo que esperaba. Yo creía que el matrimonio daba de suyo mucho más…» Y hará un gesto de desprecio con la mano.

Todas las veces que vemos este gesto despectivo y oímos esta voz de desaliento, podemos dar por sentado que aquel hom- bre no pensaba seriamente ni era consciente de su responsabilidad respecto del matrimonio.

II
LA MUCHACHA HA DE SER MODESTA Y AMANTE DE LA CASA

La misma importancia que tiene para la novia el saber si su futuro esposo es consciente de su gran responsabilidad, la tiene para el novio el cerciorarse de este punto concreto: Ver si su futura esposa tiene la modestia suficiente y el amor a hogar necesarios.

En el Antiguo Testamento figura una amable pareja: Tobías y Sara. No se puede leer sin emoción lo que dice el joven TOBÍAS a su novia una vez casados: «Levántate, Sara, y hagamos oración a Dios, hoy y mañana, y después de mañana… Pues nosotros somos hijos de santos; y no podemos juntarnos a manera de los gentiles que no conocen a Dios» (Tob 8, 4-5).

Y es sumamente conmovedora la lección que recibe Sara de su padre. Después de contraer matrimonio, los jóvenes se despi- den de los padres de la recién casada. Entonces el padre de Sara les dice:

«El santo ángel del Señor os guíe en vuestro viaje, y os conduzca sanos y salvos, y halléis en próspero estado a vuestros padres y todas sus cosas, y puedan ver mis ojos, antes que muera, a vuestros hijos. Dicho esto, abrazando los padres a su hija, la besaron y dejaron ir, amonestándola que honrase a sus suegros, amase al marido, cuidase de su familia, gobernase la casa y se portase en todo, de un modo irreprensible» (Tob 10, 11-13).

¿Es posible resumir más hermosamente los deberes de la esposa? ¡Novias! Examinaros bien, ved si tenéis este modo de pensar, esta modestia, este amor al hogar.

Y si alguien piensa que «Tobías y Sara vivieron en épocas muy diferentes a las nuestras, que vivieron hace miles de años, y que la muchacha de hoy no puede orientar su vida con aquellos principios tan anticuados…», permitidme que conteste citando a una escritora que te da los siguientes consejos:

«Si estás hablando frecuentemente de cosméticos o de vestidos, ¡ojo!, algo va mal.

Si te pasas más tiempo de compras que en tu casa…, ¡ay!, entonces la cosa va muy mal.

Si por la noche no puedes conciliar el sueño porque estás dudando si tu nuevo jersey ha de ser de color verde oscuro o azul claro, entonces sigues bajando… ».

Piensa en ti misma, ¿te ocurre algo de esto?

Es increíble qué frívolamente piensan algunos en esta cuestión de importancia vital: se casan porque ella es muy guapa, o porque es inmensamente rica…

Los que se dejan guiar por estos espejuelos al celebrar sus bodas, ¿podrán asombrarse si dentro de unas pocas semanas su matrimonio es un infierno? Simplemente, te vienen tantos males, por no haber suplicado a Dios qué te oriente en este trascendental paso que vas a dar.

«Y cuando vayas a unirte a ella, levantaos primero los dos y haced oración y suplicad al Señor del Cielo que se apiade de vosotros y os salve. Y no tengas miedo, porque para ti está destinada desde el principio » (Tob 6, 18).

¡Qué insensatez! Una muchacha se casa con un joven porque «es muy atractivo», y el muchacho se casa con ella porque «baila muy bien». Precisamente al dar el paso más decisivo de su vida…

¡Qué distinta es la enseñanza de la Sagrada Escritura!

«Que vuestro adorno no esté en el exterior, en peinados, joyas y modas, sino en lo oculto del corazón, en la incorruptibilidad de un alma dulce y serena: esto es precioso ante Dios» (I Pedro 3, 3-4).

III

AMBOS HAN DE SER PROFUNDAMENTE RELIGIOSOS

Podríamos haber puesto este requisito en el primer lugar, porque poco más o menos contiene las dos condiciones anteriores. El joven ha de ser consciente de su responsabilidad; la joven ha de amar el hogar, y ambos han de ser sincera y profundamente reli- giosos.

Pero muchos novios a esto no le dan apenas importancia. Piensan que en el caso de que uno de los dos no sea creyente o católico practicante, que sabrán respetarse mutuamente las convicciones religiosas que cada cual tenga…

¡Cuántos hay que razonan así, de una manera tan superficial, antes de contraer matrimonio! ¡Y cuántos hay que al poco tiempo de casarse se dan cuenta de lo que han perdido, por no haber pretendido que su cónyuge fuera creyente!

No lo niego: con habilidad y gran disciplina es posible, aunque haya esta diferencia fundamental de criterios, tener una vida matri- monial tranquila y armónica en apariencia. Pero sólo en apariencia…. Porque en realidad —a pesar de todos los esfuerzos — falta un elemento esencial. Son como las rosas artificiales, que casi no se distinguen de las naturales, pero que les falta algo esencial: la agradable fragancia de la rosa natural.

¿Quieres saber por qué es de tanta importancia que tu novio o novia sea católico practicante? Porque en el matrimonio se unen dos seres humanos para el resto de sus vidas. Y aspiran a que esta unidad sea perfecta. Pero esta unidad perfecta sólo se puede lograr si tienen un mismo espíritu religioso, si los dos están unidos en Dios.

Si tu novio o tu novia es una persona educada y culta, es posible que no hiera tus convicciones religiosas. Pero ¿te basta esto? ¿Te basta esto, que es puramente negativo, cuando la fe religiosa tendría que ser aquella fuerza positiva, aquel lazo estrecho, indisoluble, que os ayudará a pasar por los innumerables puntos de choque que tendréis en la vida en común? ¡Y preci- samente esta fuerza es la que va a faltaros!

Es cierto: la educación y el amor pueden allanar muchas dife- rencias; hasta es posible que ni siquiera notéis las grandes diferen- cias que os separan en punto a la concepción del mundo, y que tengáis muchos días felices. Pero… ¡cuando lleguen las épocas difíciles y tormentosas —que nadie puede evitar—, entonces se pondrá de manifiesto que, por vuestros diferentes criterios, no es posible apoyaros uno en el otro y juntar vuestras fuerzas; no sabréis enfrentaros juntos entonces con los males que os sobrevengan, no sabréis levantaros juntos…, porque no sabéis rezar juntos.

¿Y qué será cuando tu esposo —que es instruido, rico, guapo, pero no creyente— te pida cosas en la vida conyugal que hacen estremecer tu alma piadosa y que él tampoco pediría si tuviese espíritu religioso? ¿Qué será entonces? ¡En qué horroroso cruce de caminos te encontrarás! O te rindes a él… y con esto viene al suelo toda tu vida espiritual, o le resistes…, y entonces él, indignado y rebelde, buscará otros caminos. Y dime: ¿de qué te servirá en tales trances que tu esposo sea instruido, que sea atractivo y tenga una buena posición social?

Después de lo expuesto, no es difícil contestar a la pregunta:

¿Han de contraer matrimonio dos personas de las cuales uno es católico practicante y el otro no?

Empecemos por el caso de que la muchacha es católica y el joven no.

Si él es enemigo declarado de la religión, si la ofende y la ataca, entonces —me parece que todos lo comprenderán— la respuesta ha de ser forzosamente negativa, porque en este caso la pobre mujer abrazaría un martirio continuo.

Y que nadie se forje la ilusión —como, por desgracia, se la hacen muchas— de que… «es cierto, mi novio no es creyente, e incluso ataca las creencias religiosas, pero yo ya le convertiré».

No será cosa tan factible. Y acaso sea imposible. El matri- monio no es un reformatorio en que de hombres mal educados se formen santos.

Puede haber cierta esperanza si se trata de una persona indiferente, fría en punto a religión. Pero aun en este supuesto, ¡cuántos sacrificios, cuántas renuncias habrá de hacer la esposa, cuántos años habrá de esperar para lograr el éxito! ¿Y si no lo logra? Entonces allí queda para siempre el gran desengaño y la pared divisoria: la mujer es creyente, quiere educar religiosamente a sus hijos; mas el esposo no sabe resignarse, y todas las veces que puede hiere la sensibilidad de su esposa, se ríe de ella, la moteja de «beata» y procura extirpar también del alma de los hijos los pensamientos cristianos que la madre les inspira.

No puedo decir sino que una muchacha piadosa no ha de casarse con un joven incrédulo.

Lo mismo digo del joven católico practicante: que no se case con una muchacha incrédula. ¿Sabes, lector, cuál es el peor partido para casarse? El que abre entre dos almas un abismo infinito, sobre el cual nunca podrá tenderse un puente.

Insisto: Un joven católico practicante no ha de casarse por nada del mundo con una muchacha incrédula. Porque si es un hombre quien pierde la fe, a lo más se volverá rudo y materialista; pero si es una mujer quien la pierde, las repercusiones sobre la familia serán muchísimo peores.

Pero si es así, y si el sentir religioso de los jóvenes es cosa hasta tal punto imprescindible para la armonía de la vida conyugal, ¿no han de sentir todos los padres el sagrado deber de educar seriamente a sus hijos en una profunda vida religiosa?

Por desgracia, hay padres que apenas se preocupan de educar religiosamente a sus hijos. No se preocupan de saber ni de dónde están sus hijos. ¿Están en el cine? No importa. ¿Por la calle? ¡Qué más da! ¿Con amigos sospechosos? Les es indiferente.

Hay padres que no se preocupan de los libros que leen sus hijos…. ¿Son novelas o revistas inmorales?…, no tiene importancia.

Tampoco les importa si rezan o si van a la iglesia…

Siempre me han conmovido las luchas que tienen que soste- ner algunos jóvenes para poder vivir sin pecado, en gracia de Dios, aspirando a la santidad… ¡sin recibir ningún apoyo de sus padres!

¡Padres! ¿Queréis educar a vuestros hijos para un matrimonio feliz? Educadlos desde su más tierna edad en la vida cristiana.

¿Cómo un cristiano, un católico, llegar a ser feliz en el matri- monio?

No puede haber más respuesta que ésta: Uno solo no lo puede ser. Tendrán que serlo los dos juntos, los dos esposos creyentes que se esfuerzan con fidelidad y perseverancia por actualizar y hacer rendir la gracia sacramental que recibieron el día de su boda.

Porque la felicidad del matrimonio, en el último término, depende de la acción misteriosa de Dios: los que Dios no junta, no pueden ir juntos.

Dios nos conoce a cada uno mejor que nosotros mismos. Por tanto, si quieres contraer matrimonio, pídele consejo a Dios. No hacerlo, es faltar a la prudencia y es el origen de muchas tragedias.

Los que quieran vivir siempre juntos y en armonía han de constatar antes si sus corazones laten al unísono en una misma fe. 

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